MADRE ARTESANA-MADRE AMOR


MADRE ARTESANA-MADRE AMOR

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Veraneo en el mismo sitio que el año pasado. Eso me ayuda a tomar contacto con lo que fue y lo que es ahora. En la vida de un ser humano que acaba de nacer un año es muchísimo tiempo. El primer año es fundamental, también el segundo. En el primero, aún fusionado a su mamá, el bebé va poco a poco despertando. Baila con su madre el baile del no tiempo. Sobre su cuerpo, oliendo y tomando de su teta para sobrevivir. Sostenido a cada instante, su llanto, su incomodidad, su anhelo, es colmado en el cuerpo de la Madre. La Madre está entregada, a su disposición, de alguna forma, su cuerpo no le pertenece a ella y a la vez está más habitado que nunca. Recuerdo las largas horas de teta sin interrumpir (y como ya contamos hasta tres para que deje a la teta y a mamá descansar de vez en cuando).
¿Cómo descanso ahora? Me gusta esta manera nueva de hacerlo. Madura, consciente, hasta el fondo. Descanso sólo cuando puedo y el tiempo que me conceden. Algo puedo elegir, pero poco. Y así he comenzado a saborear unos minutos de ojos cerrados, una ducha de agua templada, un paseo, una hamburguesa con patatas fritas.
Estamos llegando al segundo año. Mi hija habla y canta, no quiere usar pañal, ni que le ayude con cosas que ella puede hacer sola. Si por ella fuera se lanzaba al mar, así, tal cual, con la confianza de alguien que todavía no ha sido contaminado por prejuicios o falsas creencias.
Mi hija me ha regalado tantas cosas. Entre ellas:
Me lleva a la sencillez, a lo imprescindible, a lo verdadero. Gracias a ella soy consciente del paso del tiempo, con su vertiginosa velocidad y a la vez aprecio cada instante como si fuera eterno. Dos años han pasado tan rápido y tan despacio…
Me regala la templanza, el coraje para enfrentarme a fantasmas cansinos que volvían a aparecer con cada resfríado (por suerte han sido tres en toda su vida) o suceso inesperado.
Y el cielo se abre. Su risa me asoma a la maravilla. Su alegría y belleza me conmueven y tocan lugares en mi interior llenos de verdad.
Estar atenta a un ser humano constantemente, minuto a minuto, es un acto de amor. Tan invisible y necesario como el agua para la vida. Estoy ahí (estamos ahí las madres), para que mi hija pueda desarrollarse y crecer como ser humano. Estoy ahí, disponible, cerca, la miro con amor, cuido de ella. Estoy ahí, cuidando también de mi para poder seguir. Estoy ahí, a veces, parece que no estoy. Me escondo para ver qué hace cuando no la miro. Dejo que ella me busque, me nombre, me necesite. Estoy ahí y la amo con todo mi corazón. Y sé que en unos años no seré tan importante para ella como lo soy ahora y eso me produce un hondo dolor físico y a la vez me permite tratar de trascenderlo.  La impermanencia, lo efímero de la Vida, lo esencial. Eso me recuerda ella cuando camina pizpireta mirando al suelo y viendo cosas diminutas, casi imperceptibles.
Cuánto me alegro de haberme podido fusionar, de haber estado todo este tiempo sólo a una cosa. De haber entregado mi vida a otra persona. Sin olvidar que yo también existo. Cuánto me alegro de haber experimentado hasta el fondo el puerperio, los días y las noches mezclados, los despistes, el desentenderme de algunas cosas, trabajar de otra manera, en mi interior, mirando hacia dentro, observando y cultivando la tierra. Porque ahora empiezo a recoger semillas. Las canciones que le he cantado desde siempre, me las empieza a cantar ella, ¡con tanto salero!
Suceden cosas tan maravillosas en estos dos años que doy gracias por haberlas podido presenciar bien de cerca.
Mi hija no es mía y nunca lo fue. Pero a mí me duele el cuerpo reconocer esta verdad.
No es mía y nunca lo será. Trataré, eso sí, de estar siempre para ella. Como ella me necesite, sin interferir en su verdadero camino de Vida, aunque sea opuesto al mío. (Uy, qué difícil, qué reto maternal).
Te amo, hija.

 Natalia Navarro

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